Recuerdos familiares: A veces no se puede olvidar… ese día de abril

Resumen

Algunas veces se debe aplazar el viaje largo y decir, antes del adiós amargo, que todavía se recuerda ese día de abril.

Mi padre y mi madre se conocieron en la selva del Perú, y ellos tuvieron a sus tres hijos allí; yo soy el menor. La selva no ofrecía muchas oportunidades laborales, y tan pronto como nací, mi familia se mudó a Lima, la capital. Allí hicimos una nueva vida, lejos de nuestra familia extendida, en una de las partes más pobres de la ciudad. Mi madre se quedaba en casa con nosotros, mientras que mi papá trabajaba arduamente en lo que podía para proveer para la familia. Hasta donde puedo recordar, mi padre siempre estaba enfermo; él tenía diabetes, y para el tiempo en que yo tenía diez años, su salud estaba declinando rápidamente.

Mi padre decidió llevarnos nuevamente a la selva, donde nuestra familia extendida pudiera cuidar de nosotros si «lo peor» sucediera. La selva apresuró «lo peor», pues mi padre contrajo infección severa en su pierna debido a las picaduras de mosquitos, y no pudo sanar. Los doctores consideraron amputar sus piernas para darle algunos meses más de vida, pero él declinó. Después de algo de tiempo en el hospital, mi padre fue enviado de regreso a casa para pasar sus últimos días con nosotros.

Era difícil reconocer a mi padre; se podía contar sus huesos a través de su delgada capa de piel. Los doctores habían «rebanado» sus piernas a lo largo de sus pantorrillas, y se podía ver la carne viva en tal lugar. Nunca escuché a mi padre llorar, aunque sabía que esto le debía doler. Pero yo podía ver su dolor a través de los ojos de mi madre. Ella estaba trabajando como cosmetóloga en nuestra pequeña casa para ayudar a pagar los gastos del hospital y las necesidades familiares, pero mi padre le pidió que se quedara constantemente a su lado. «¿Cómo sobreviviremos?», fue su respuesta, pero el pidió nuevamente, pues ya no podía sentir su pulso, y necesitaba sentir el suyo. Desde ese momento mi madre cuidó de él día y noche, sosteniendo su mano, limpiando sus heridas y rogando a Dios. Esos fueron días largos para nosotros; pienso que para él, y especialmente, para mi mamá. Cuando ese día de abril finalmente llegó, no había dinero que gastar ni alegría que demostrar; pero ¿qué puede hacer cuando un ser querido lo necesita a su lado?

Algunas veces no se puede olvidar…

Se debe cumplir el voto sagrado,

y cuidar al hombre, al amigo leal;

dejar todo lo demás a un lado,

y sostener la mano hasta el final.

Yo tenía un tío que había sido uno de los más grandes boxeadores en la selva, pero hace mucho tiempo había perdido su fortuna en una vida mundana. Aunque nosotros no éramos muy cercanos, nuestros cumpleaños lo eran, pues el suyo era un día antes de ese día de abril. Era poco probable que él demostrara gran bondad, pues su vida de pecado no había cambiado mucho durante los años. Pero cuando esa mañana llegó, él estaba allí, tocando a nuestra puerta. Había llegado a vernos y a mi padre, pero mi padre no había estado despierto por un par de días. Mi tío abrazó a mi madre. Luego me llamó, metió su mano dentro de una bolsa, y puso la «pequeña cosa» en mi mano: ¡una tortuga de agua! Mi regalo por mis once años; el único regalo que jamás había recibido de él, y el único regalo que recibí ese día de abril.

Algunas veces no se puede olvidar…

Pues se debe dejar la vida de vanidad,

abandonar el egoísmo y luego partir,

para iluminar al niño en oscuridad

al traer un regalo que compartir.

Jugué con «Carolina» por el resto del día; y por primera vez en semanas, nuestra pequeña casa se llenó de risa. En un punto habré reído tan fuertemente que parece que mi padre me oyó en su camino al «otro lado», y regresó a darme un regalo final ese día de abril. Mientras se esforzaba en abrir sus ojos, oí que mi madre decía su nombre: «¡Raúl!». Volteé a ver a mi padre, y él movió lentamente su cabeza hacia mí… y sonrió. Quedé paralizado; lo miré, sin saber qué hacer. Luego mi madre, para evitar que el momento se desvaneciera demasiado rápido, tocó su rostro y dijo suavemente: «Raúl, ¿recuerdas qué día es este?». Mientras se esforzaba por responder, mi madre se inclinó hacia él, y luego él, con voz débil y temblorosa, dijo: «Cómo pudiera olvidar… Es el día de Moisés». Esas fueron las últimas palabras que escuché de mi padre. Luego él volvió a su sueño profundo, y cuatro días después, falleció.

Algunas veces no se puede olvidar…

Se debe aplazar el viaje largo

para sonreír y ver el juego infantil,

y decir antes del adiós amargo

que todavía se recuerda… ese día de abril.